Seguimos andando ya casi sin ganas, teníamos la caña buscada con nosotros, habíamos tenido algo de aventura, estábamos cansados. El primer perro que ladró a 40 metros diagonales de nosotros no llamó nuestra atención. Mil veces nos había ocurrido. Seguimos andando, un buen cañazo por la cabeza acabaría con él. Avanzamos 10 metros y detrás del primer perro aparecieron dos o tres más que empinando agudamente sus hocicos ladraron sin cesar. La gente puede oler el peligro, pero no la magnitud de éste. Contamos cuatro o cinco perros contra 10 o 12 chicos, más 35 metros de distancia y algunos proyectiles, y seguimos andando. A nuestro lado Nerón permaneció callado. Estábamos casi a 10 metros de alcanzar la ubicación perpendicular, más próxima a los perros, cuando estos se convirtieron en 9 ó 10, cuyos ladridos estallaban en nuestros oídos. Incluso algunos de ellos habían dado unos pasos hacia nosotros. Entonces caminamos con más prisa, el miedo nos invadió, no mirábamos hacia adelante sino hacia el costado izquierdo. Alcanzamos la posición más cercana y luego traspusimos tanta cercanía, seguimos avanzando para alejarnos de aquellos salvajes uno o dos metros más. De pronto algún perro, abandonó la jauría y corrió hacia nosotros. Entonces Pocho, que ya había preparado su huaraca, le disparó sin permiso de nadie. El perro eludió el proyectil, pero su impacto acicateo a sus congéneres. Entonces vimos como brincaban sobre sus patas acercándosenos, sin dejar de mostrar sus fauces como precipicios mortales llenos de espumas blancas. No lo pensamos dos veces, no alcanzaríamos a huir con nuestras piernas, aquello fue un sálvese quien pueda. La amistad, la prudencia, el honor, todo quedó de lado, éramos Turok contra los dinosaurios. Pero los perros estaban quizá a cinco metros de nosotros, cuando Nerón se interpuso entre aquella jauría, dándonos un tiempo invalorable para escapar. Ganamos la orilla y nos atrevimos a cruzar la acequia de un salto. Unos pasos y salto, al otro lado de la acequia, y esperar. Pero algo falló en mi, caí en medio del agua, mojado, frustrado y temeroso. El resto de chicos logró cruzar. Pedí ayuda a un primo que estaba a unos metros de mí. No hizo caso, o no me escuchó. La verdad, a mis espaldas una nube de polvo se movía como un remolino desplazándose de un lado a otro, mostrando de vez en cuando unos colmillos feroces divisados entre 10 cabezas o pelambres que se entreveraban unos con otros. Yo miraba a los chicos y ellos aquella nube. Sospecho que temían que los perros se atrevieran a saltar aquella acequia, entonces sí que sería el fin; pero yo, tan sólo temía que algún demonio ingresara al agua. A mis espaldas aquello era un infierno desatado y las dentelladas lucían como cuchillos de cocina cada vez más cerca de mí. En medio de aquella nube podíamos ver los rostros transfigurados de aquellos perros que parecían tiburones de tierra y no los mejores amigos del hombre, mordiendo, saltando, y atacando a Nerón. Un perro se desprendió del grupo y se acercó a la orilla ladrándome y mostrando los colmillos con espuma. Entonces miré a mi primo y dije con la seriedad de mis once años, para que oyeran todos, “¿me van a ayudar o no?”. No faltaría mas, podría resbalar pero saldría de allí aunque dejara las uñas en el cauce del agua, estaba decidido. Entonces mi primo sonrió y alargó un brazo. Incorporado ya en tierra firme sólo pude ver como aquella nube de polvo y mordiscos seguía desplazándose indetenible por la frontera de nuestra mirada. Arrojábamos piedras, gritábamos, casi ladrábamos ya, y aquellos demonios seguían mordiendo a Nerón. Nuestras piedras no parecían espantarlos y a decir verdad, temíamos que sólo los atrajéramos hacia nosotros. Entonces, por fin, salió una mujer de aquel rancho, llamó a gritos a sus perros que se retiraron sin dejar de ladrar, permitiéndonos por fin ver a Nerón. Aquello era indescriptible. Su pelaje amarillo mostraba innumerables manchas rojizas, piel en carne viva, sus orejas de por si caídas, estaban aplanadas y estaba revuelto, como acabado de lavar, pero sucio, enterrado y su alegría habitual era un solo de dolor. Sospecho que entonces quisimos tomarlo en nuestras manos y curarlo. Alfredo, su dueño, sólo pudo maldecir a los 10 demonios, y poniéndose a la cabeza de la marcha, reanudó nuestro andar. No decíamos nada. Mirábamos a aquel animal noble que se había jugado por nosotros y cada mordisco, cada sangre que cubría su piel y su mirada triste de hombre vencido, nos dolían en el fondo de nuestras almas de niños. Nada había que decir y nada dijimos. Éramos un cortejo fúnebre, silencioso, doliente. Llegamos a la avenida Industrial, y de allí caminamos derecho hasta tomar Larco. Entonces empezamos a dejar atrás el terror y caminamos con más prisa hasta las casas. Nerón había salido de muchas, saldría de ésta. En los siguientes días el can no quiso levantarse. Las heridas y la sangre que había perdido se lo impedían. Apenas si lograba dar unos pasos como un arrastarse sobre sí mismo. Aquella tristeza no lo abandonaba. Las pócimas, las curaciones, los mejores huesos, no hicieron efecto. Íbamos a visitarlo y al vernos escondía su cabeza entre sus patas delanteras. Las dentelladas no sólo habían herido la carne y ensangrentado el cuerpo y arrancado un pedazo de lomo; habían lastimado el alma de aquel perro generoso que no quería que le viéramos debilitado, tullido, triste. Unos días después murió.
Pueblo Libre, Diciembre del 2010
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