martes, 7 de diciembre de 2010

El Mejor Amigo del Hombre - Parte I



Estaba en medio de una acequia de aguas torrentosas que llegaban hasta mi pecho. A unos metros, a mi espalda, unos perros carnívoros se acercaban rápidamente ladrando sin cesar, mientras mostraban sus fauces dentadas como seres salidos de los infiernos, con rostros de terodactilos insaciables. Frente a mí, pero sin hacerme ningún caso, ocho o diez chiquillos miraban la escena con pavor.
         Todo había empezado horas antes por nuestro irrefrenable deseo de aventuras. Era la época en que parecía que los once años durarían para siempre y la vida era una empresa variada y fascinante. Más que aventuras nosotros buscábamos descubrir mundos nuevos; pero no al estilo de Cristóbal Colón, que descubrió, más bien tropezó con América, por chiripa; sino porque entonces para nosotros todo era demasiado nuevo y desconocido. Y las indias colombinas no estaban allende los mares, sino frente a nosotros; y no sólo las indias, también gringas, mestizas, blancas, y negros, y cholos, y nosotros que éramos todo eso y más. Pero estaba, seductor, lo desconocido, lo no descubierto, lo que los mapas cognitivos de nuestros padres y abuelos no nos mencionaban nunca.
         Sabíamos bien que al oeste teníamos el mar de Buenos Aires y la playa; al este, la ciudad de Trujillo que poco visitábamos; al norte Chan-Chan con su barro y arenas; y al sur, por allí se llegaba al verdadero fin del mundo, pasando antes por un riachuelo de aguas  cristalinas donde algunas veces íbamos a cazar, digo bien, cazar peces de colores. Pero ignorábamos qué contenían los espacios intermedios donde cada metro, cada decámetro o parcela o cuadra, contenía lo ignoto, lo prohibido, lo que abría inconmensurables nuestros ojos y demás sentidos.
         Nos habíamos reunido los 10 niños de nuestra cuadra que hacíamos con cierta habitualidad la caminata de sabe Dios cuantos kilómetros hasta los cañaverales que estaban muy al frente de nuestras casas, tan lejos que eran invisibles a nuestros ojos y sólo sabíamos que estaban allí, a la altura de ese cerro de cumbre tan plana que nuestra imaginación infantil identificaba como pista de aterrizaje de naves espaciales. Alguna vez iríamos a esperarlos llegar, escondidos, silenciosos, sagaces, pacientes, y de pronto, !ajá, los descubrimos! !Manos arriba marcianos¡. También estaban con nosotros algunos de los mayores, chicos de catorce, quince, dieciséis años, hermanos o primos de nosotros. Y estaba Nerón, ese perro chusco con dignidad de caballero andante que era mascota de los Cueva. Tenía un pelambre amarillo y una mirada de gente que entendía las cosas de la vida. Se alimentaba de camote, huesos, y otros restos comestibles, como todo buen perro que se preciara de serlo.
         Hacia el norte los mundos nuevos empezaban siempre en la avenida Larco, de la que partíamos como cosa habitual, sabedores de que a cinco metros de ella podía ocurrir lo inesperado. Pasamos las primeras higuerillas que se levantaban  como linea divisoria y cuyos frutos inservibles usábamos como munición de cacería. Pasamos, digo, y caminando por un sendero terroso y duro llegamos a las primeras chacras. Eran unos cultivos de corta estatura que podrían ser tomates, camotes, alfalfa, en fin, plantas. En esas primeras chacras, pero desde las puertas de sus casas, algunos perros al oirnos pasar salían a embullarnos, como si nuestra presencia desatara algún mecanismo automático en sus faringes que los llevara ladrar y ladrar. Sólo los muy osados se acercaban bastante a nosotros. Nos poníamos a distancia caminando por senderos empinados y libres de vegetación, que los mismos propietarios usaban para desplazarse sin dañar sus plantaciones. Algunas veces Nerón se detenía, miraba en dirección de los ladridos y ladraba sereno, empinando un poco el hocico, como si en lenguaje canino exigiera calma o diera alguna excusa a sus congéneres, no sé, algo así como, no fastidien, somos gente de bien. Luego se callaba y seguía caminando interpuesto entre nosotros y los ladridos. Esa fue la tónica, atravesar chacras a la carrera cuando se podía, o usar senderos de tierra, saltar sobre canales de regadío, eludir compuertas de agua. Así llegamos a los cañaverales.
           
Las cañas pueden ser rojas o rubias. Nosotros las preferíamos rubias porque son más jugosas y más suaves, pero en verdad, sacábamos lo que podíamos tratando de que no nos pescaran los guardianes. Eran señores de a caballo que siempre llevaban unos machetes impiadosos que a mi me parecían cosas de matar hombres cada vez que los veía relucir sobre los caballos. Cuando los guardianes nos descubrían trataban de espantarnos hablando con voz de autoridad. A veces les hacíamos caso, a veces  les decíamos ya nos vamos, y dábamos una vuelta para reingresar por el mismo lado; a veces les hacíamos conversación para ganar su confianza y que nos dejarán llevarnos las cañas sin hacerse problemas, después de todo parecía haber millones de millones de ellas. A veces cuando reingresábamos sin su permiso y nos descubrían, nos perseguían con sus caballos como si fuéramos conejos, entonces ingresábamos a los cuarteles de caña a escondernos, y surgíamos después de un rato por otro lado, todo lacerados por los cortes de las hojas, todo ardiéndonos la piel en carne viva, pero sudorosos y felices de estar vivos, lejos de caballos y machetes...Continuará



No hay comentarios:

Publicar un comentario