lunes, 3 de enero de 2011

Adios a los Amigos Que Perdí


La idea me vino de pronto. Lo llamábamos Coco y era hermano menor de uno de los miembros de nuestra collera. Por ser menor lo mirábamos de lejos y hasta algo mal, como si esos dos o tres años que le llevábamos fueran un pecado de infantilismo. El era más amigo de los chicos y chicas de la otra cuadra, la 10 de Larco. Pero cuando después de tanto evitarlo, una tarde me asaltó la idea de conversar con él, como pocas veces obedecí sin preguntas al instinto y caminé los cien metros que separaban nuestras casas. Toqué la puerta y pedí hablar con él. Mi visita no le extrañó. Me hizo pasar a su sala y hablamos. El tiempo me ha hecho perder relación de los temas que tratamos. Recuerdo que hablamos de fútbol. Imagino que mencionamos el colegio. Conjeturo que repasamos a las chicas. Sé, que quince dias después el murió. Que fue triste y emotivo ver a tanta gente joven presente y llorando para despedir al amigo que partía.
                Me quedé con la tranquilidad de haber conversado con él. De haber derribado los orgullos infantiles tan duros a esa edad y haber además dado el primer paso. Aunque olvidé los temas de nuestro encuentro, recuerdo la sensación de estar conversando con un chico muy parecido a mí, con análogos temores, orgullos y deseos. Algo similar me ocurrió con Isabel. Ella era la hermana menor de unas amigas de la cuadra 10. También llevaban el pecado de ser menores y eso nos distanciaba; para peor, Isabel era menor que sus hermanas. Cuando la conocí debía andar por los 18. Llegué a la playa con mi prima y allí estaba ella. ¿Qué hacer?  !Sus hermanas eran odiosas¡ Pero otra vez el instinto me dijo, !Que diablos¡ !Habla¡ Y hablé. Tonterías que se habla a esa edad, cosas como qué haces, donde estudias, cómo te llamas. El diálogo fue corto y me dejó la impresión de estar conversando con una chica sencilla, que con un poco de esfuerzo una buena amistad era posible, que habíamos estado perdiendo el tiempo. Pero otra vez, tiempo fue lo que nos faltó. Retorné a Lima y unos días después supe que había muerto en un accidente de tránsito. No diré que no lo podía creer. Lo creí. Pero otra vez tuve la sensación de que algo andaba mal. De que nunca tenemos los amigos y amigas suficientes y de que el tiempo que les damos es inevitablemente corto. Nuevamente tuve el consuelo de haber conocido a Isabel y haber oído a mi instinto.  
                Diferente ocurrió con Iván. Habíamos estudiado juntos por ocho años. Su risa inundaba todos los ámbitos en que él estaba presente y a sus 19 años nos abandonó. Seis meses antes lo encontré en donde funcionaba la Ford en Trujillo. Me preguntó como estaba, bromeó mandándome donde su padre médico cuando respondí que andaba mal de los bronquios. Él estaba sano y bueno. Lo volví a encontrar 20 días antes de su muerte. Lo divisé caminando por Gamarra. Él no me vio. Al cruzarnos golpeé su estómago y él volteó a mirar. Me reconoció pero algo no estaba bien, no dijo nada. Días después el diario Satélite informó de su muerte cuando aún estaba vivo. Llamé a Jorge A. y me dijo que no había muerto, pero que esto era inevitable. Otra vez un mar juvenil acompañó a un joven al cementerio de Miraflores en Trujillo. A Iván no sólo lo queríamos quienes habíamos estudiado con él en San Juan. Lo querían todos los que lo conocían, lo querían, lo admiraban y lo amaban. Su muerte fue absurda. A pesar de lo intensa que había sido nuestra amistad siempre nos quedó la sensación de la falta, que de nada es demasiado, de que hay amigos de los que necesitamos más siempre. Ese saludo, ese golpe cariñoso en su estómago había sido nuestra despedida y otra vez tuve la sensación del deber cumplido.
                A Arturo M. jamás pude decirle Adiós. Se tomó demasiado en serio nuestros pleitos y los volvió una guerra. Éramos unos niños. Muchos años después de habernos visto por última vez, supe que había desaparecido piloteando un avión en la selva. Me pareció estar oyendo un cuento. Me quedó la sensación del deber incumplido, de no haber hecho bien la tarea, de no haber podido explicar a Arturo que nuestros juegos eran eso, de que los niños no se pelean.
                Pedro Suárez Vertiz lo dice en Talk Show, cierren su libro, digan Adiós si es necesario, no dejen líneas incompletas ni historias para el siguiente día. Yo digo, cada quien somos lo que son los demás. Algo de mi,  partículas mías viajan con cada uno de mis amigos. Algo de ellos viaja conmigo por donde voy. No decir Adiós es no despedirnos de nosotros mismos y no entender que un hombre es todos los hombres. Es no pensar en la finitud y esta nos ataca siempre, a la corta o la larga. Lo demás es ego, vanidad, temor.
            Le digo Adios a Arturo, el amigo con el que compartí mesa en quinto de primaria del Raimondi junto a Iván y otros. Digo Adios a los amigos del colegio, la universidad y el barrio, de los que nunca pude despedirme y se fueron. Y les digo gracias a todos los amigos y amigas con los que compartimos ámbitos y tiempo en nuestra niñez y juventud  y  les reitero la amistad, anden por donde anden. Siempre.


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