Algo pasó aquella tarde. Quizás la falta de experiencia de los mayores que nos acompañaban y sabían poco de la vida, quizá el destino quiso jugarnos una mala pasada, quizá andábamos ganosos de meternos en problemas, no lo sé. El caso es que salimos pronto de los cañaverales y en lugar de retornar por el camino habitual y conocido, tomamos el camino de la derecha, como si nos dirigiéramos a la playa, al mar, pero a varios kilómetros de distancia de nuestras casas. Era un camino de tierra, amplio, por el que fácilmente pasaban dos autos. A la derecha teníamos una acequia de unos tres metros de espesor y más allá de ella las plantaciones de caña. A la izquierda habían algunas chacras y de cuando en cuando aparecían algunos ranchos. Yo reconocí de inmediato el entorno. Había estado allí hacia poco más de un mes con mi padre, en nuestro auto, buscando un lugar en donde almorzar. Cómo se le ocurriría a mi padre buscar que almorzar en un lugar tan agreste y olvidado del mundo, no lo sé, pero así era él. Aquella vez, en algún punto del camino una manada de perros chuscos y feroces había acompañado nuestro paso, yo los vi y las ganas de bajar del auto no vinieron conmigo. Esa vez almorzamos algunos metros más allá, en un rancho de cuyo nombre nunca me pude acordar. Pero ahora un Sol africano empezaba a menguar y nosotros íbamos por ese camino amplio y desconocido. Los mayores adelante, los menores después, Nerón cerrando la fila. Llevábamos algunas cañas con nosotros; las huaracas que siempre cargábamos por si se presentaba oportunidad de cazar; Alfredo, el mayor de todos, llevaba un cortaúñas del que había alabado sus virtudes escultistas.
Nerón más que un perro era un pata del barrio. Innumerables veces se le había hecho pelear en los jardines de las casas contra otros perros: buldog, bóxer, pastor alemán. Algunas veces salía magullado, pero siempre con la moral intacta. No era presa fácil para nadie y le gustaba corretear a los autos que pasaban por la avenida. Su rival más encarnizado era un bóxer, de color café y músculos densos en todo su cuerpo. El dueño era un niño rico vecino nuestro que alguna vez había dicho, te juego, tu perro contra mi perro. El encuentro había sido veloz y rabioso. El bóxer pretendía morder el cuerpo de Nerón pero éste se escabullía y contraatacaba con sus patas y mostraba sus dientes de modo valiente. Finalmente se dieron un revolcón por todo el jardín y el bóxer se retiro y no quiso entrar más a ese ruedo en esa oportunidad. Nerón lo miraba con su lengua afuera, invitándolo a entrar, y ladraba, pero el otro nada. Así, cada perro que le ponían enfrente, los Cueva aceptaban chocarlos convencidos de que su perro triunfaría.
Esa tarde las nubes llegaron intempestivamente. Algo de viento corrió silbando entre las cañas y el Sol ya no pudo brillar. Nosotros no leímos aquello como señal de que la suerte nos había abandonado. Apenas si nos preguntamos si debíamos regresar, pero ya no cabía caso, era más fácil seguir adelante y alcanzar el asfalto de la carretera Industrial, que retornar por ese camino polvoriento por el que habíamos venido. Yo no pude distinguir nada, sólo sabía que en algún momento llegaríamos a ese rancho maldito. Secretamente esperaba que ya lo hubiéramos dejado atrás. Por eso me calle. Y porque éramos muchos, y hombres, y valientes...Continuará.
De un rancho similar saldría la muerte
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