Todos hemos tenido unos vecinos de
ómnibus alguna vez. Cuando estudiábamos, o en el camino del trabajo, o de la
universidad. Son gente con la que
coincidimos en ruta y a la que llegamos
o no a conocer. Aparecen una vez, luego otra, de pronto se vuelven habituales,
y un día desaparecen sin dejar rastro. No viven en nuestro barrio. Solo están
allí como un aviso, un recordatorio, una invitación a que se amplíe nuestro
mundo. Días atrás pasé cerca de una dama en una reunión. Al pasar junto a ella,
pude ver su rostro pecoso, su cabello castaño abundante, la raya en el centro
ordenando esos cabellos que se levantaban suavemente como una llamarada. Esa imagen me retrocedió a muchos años antes y recordé a la niña del ayer.
En el quinto año de secundaria tuve varias vecinas de ómnibus,
cuatro o cinco, quizás fueron más y las he olvidado; chicas preciosas como
todas las trujillanas que he conocido. Ellas hacían del viaje al colegio una
aventura agradable con su belleza y frescura. Había una que era casi una niña.
Debía andar por los trece o catorce años. Vestía el uniforme único de aquellos
tiempos; tenía el cabello ligeramente ondulado, castaño claro, hasta los
hombros. Tenía la piel clara, teñida de pecas en su rostro, como si hubiera
comido tanto chocolate que se estuviera manchando desde adentro hacia afuera,
junto con esa nariz a lo “Hechizada”, ornada de manchitas marrones. Nunca
pareció prestarme atención. Valgan verdades, yo tampoco se la prestaba. Era
linda y todo, pero cuando uno está en quinto año de secundaria y tiene 16, las
de tercer año parecen unas niñas. Eso era ella entonces, una niña, ideal para
un hermanito menor si lo hubiera tenido. Yo prestaba atención a otras chicas
igual de lindas. Una de ellas era mayor que yo, con unos enormes ojos oscuros y
pestañas como sombrillas; no me hacía el menor caso, o eso era lo que ella
decía, porque 18 meses después fue ella la que me habló. Las otras tres chicas estaban
que ni pintadas para mí. Nos mirábamos con una sonrisa casi siempre. A veces yo
subía a un ómnibus y me la encontraba a una, otras veces me encontraba a otra.
Casi siempre encontraba a alguna y rara vez coincidían dos de ellas. Cuando me
trepaba tarde al ómnibus, y eso ocurría pocas veces, me encontraba a la niña de
esta historia.
Un día subí tarde al ómnibus y me
la encontré. Ella sentada en el asiento delantero, blusa blanca y limpia, muy
señorita. Yo, ni hablar, en quinto año en San Juan, eras impecable o nada. Había subido a ese ómnibus amplio y azul, con la esperanza de encontrarla.
Me senté en los asientos posteriores. Era fin de año y estábamos en los últimos
días de clases. Probablemente jamás la volvería a ver, ni a ella ni a otras de
mis vecinas de ómnibus. Quizás fue por esa razón que la miré un poco, de
espaldas a mí apenas podía ver su cabellera. Miré la calle y luego a ella. Entonces
ella volteó, me quedó mirando unos segundos y luego me regaló una sonrisa, la
más linda que yo hubiera visto jamás hasta entonces. Fue un momento inolvidable,
apenas duró unos segundos, pero es de aquellos que no se olvidan. No dije nada,
sólo le respondí con otra sonrisa, apenas por condescender a esa especie de
aceptación de última hora, como decir hola vecino, vecina, me caes bien, te voy
a extrañar. Y nada. Ella dejó el ómnibus en su paradero y después yo hice lo
mismo en el mío. Nunca más volví a verla en persona. No sabía su nombre ni nada.
En el verano siguiente su foto apareció en el diario de la tarde con nombre y
apellido. La razón no importa. El tiempo hizo su parte y yo olvidé ese nombre y
luego la fui olvidando a ella. Hasta
ahora en que la recuerdo de golpe con esa imagen eterna de los catorce años en que la vi por última vez.
La niña del ayer |
EPILOGO
.
Hay seres como la niña de mi
historia que pueblan nuestra vida. Seres que el destino puso cerca y los
dejamos pasar. Acaso pudieron haber escrito
junto a nosotros otra historia. Acaso son, como lo sugiere Brian Weiss,
esa otra parte de la partícula elemental que somos nosotros, y que vamos
buscándonos a través de los tiempos. Acaso sean la media naranja,
el alma gemela, ese amor que dejamos de lado porque no lo reconocemos. porque no creemos que sea tan
fácil hallarlo, ni que aparezca tan pronto. Y le decimos adiós sin darnos
cuenta, para nunca volvernos a ver. A veces son como ángeles que llegan a nuestras
vidas para hacernos saber que la
felicidad y la belleza son posibles, si los queremos tomar.
25 de noviembre del 2014
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