Bruno es un familiar al que no
veía hacía muchos años. Hemos coincidido con él y su hermana en la ciudad en que nacimos y a la que
eventualmente volvemos alguna vez durante el año. Estamos a punto de almorzar
en el hotel en el que se hospeda, cuando él lanza una singular teoría. Dice que
somos como la tierra en que nacemos, como las propiedades que ésta tiene. Para explicarse me cuenta
que su hermano menor, que salió de esta ciudad siendo muy niño aún y aquí es
casi un foráneo, ha descubierto que sus males y preocupaciones, el estrés y alguna
dolencia, desaparecen cuando viene.
Lo escucho y pienso que me pasa lo
mismo. De manera casi imperceptible la ciudad se mete en nosotros por los poros
y como en una purificación nos va sanando de cualquier cosa, desde una gripe
hasta la locura. Bruno añade lo siguiente “yo
me llevo una semilla de ají limo a Miami, allá la planto; crece, pero no pica”
“Hay algo en las propiedades de esta tierra que la hace especial y le da los
sabores que tiene el fruto. Y con nosotros hace lo mismo, nos da propiedades
que en otros lugares no funcionan. O nos cura”.
Yo pienso, y se lo digo, en el
espárrago. Esa planta de exportación que en los valles trujillanos da cuatrocosechas al año y en el resto del mundo una sola. Es verdad que algo tiene esta
tierra. Pero no es sólo ella. Es también el sol, un poco pálido ahora por el
cambio climático y el invierno, pero Sol al fin, que alumbra y abriga llenándonos de energía
aún desde la timidez de unos rayos que apenas alumbran la plaza de armas, en la
que acabamos de estar. Es el agua, cuyo sabor alaban algunas empresas limeñas
que hasta vienen a Trujillo a fabricar sus productos en secreto, en ese secreto
del agua que usan, más pura, sana y rica. Es el aire que nos oxigena, casi
siempre puro y que sólo se convierte en ventarrón en la calle Grau amenazando
despegarnos del piso, aquella Grau de los adoquines de piedra, esa en la que
hace años quedaba la agencia Roggero y hoy tiene un aspecto solitario y antiguo
como de tiempo detenido.
La tierra que cura |
Pero es sobre todo la gente. Esa
gente que te mira sin sospechar tu interno regocijo, la alegría que te llena,
la algarabía en que se convierten los corazones cuando se encuentran en paz,
porque volver a caminar la tierra da eso, paz. Esa gente que te habla o no te
habla, que te conoce o no te conoce; pero se comunica desde su silencio porque
los códigos comunicacionales son los mismos que se aprendieron en la niñez.
Entonces la mirada inquisitiva es mirada inquisitiva; la sonrisa es amistad y
no sarcasmo; la amabilidad es eso y no cálculo; el extraño confía; las damas no
caminan pendientes de quien camina a su tras, temerosas de todo, agachando la
mirada o ignorando a quien cruza su camino; sino que caminan libres como reinas
desfilando sus encantos en la primavera, con la mirada al frente y una sonrisa general.
Y todo eso es la paz. Y la paz nos cura. Y nos cura la tierra toda; la que tomábamos
en las manos cuando salíamos de palomillas siendo niños, a jugar el trompo, las
canicas, la pelota; y nos cura la tierra que es sustrato de todo lo anterior,
la que nos da los espárragos, el ají limo, la papa y otras mil cosas.
Entonces pienso que sí, que Bruno
tiene razón: somos como la tierra en que nacemos. Porque el agua se va al mar, el aire a otros rumbos, el Sol se
apaga a las 6 de la tarde; pero la tierra se queda a fructificar y sanar. Hacía
años que no nos veíamos, pero el tiempo ha pasado rápido y es hora de irme. Bruno
se quedará en la ciudad unos días y será feliz andando esta tierra. Yo volveré en cuanto pueda para
serlo nuevamente. No sé cuántas veces nos volveremos a encontrar, la vida nos
llevó por diferentes caminos. Antes nos veíamos todos los días y ahora los años
pasan como mastodontes que vemos caer, sin vernos. Antes fuimos primos; el tiempo, la distancia,
la tierra, el agua, el sol, la ciudad que añoramos, el colegio y los
amigos compartidos, nos han hecho mejores amigos.
San Isidro, 26 de junio del 2013
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