Pueblo Libre, Diciembre del 2010
Un blog de política, pero más, de las cosas cotidianas que ocurren en el Perú y el mundo de hoy.
jueves, 9 de diciembre de 2010
El Mejor Amigo del Hombre - Parte 3
miércoles, 8 de diciembre de 2010
El Mejor Amigo del Hombre - Parte 2
Algo pasó aquella tarde. Quizás la falta de experiencia de los mayores que nos acompañaban y sabían poco de la vida, quizá el destino quiso jugarnos una mala pasada, quizá andábamos ganosos de meternos en problemas, no lo sé. El caso es que salimos pronto de los cañaverales y en lugar de retornar por el camino habitual y conocido, tomamos el camino de la derecha, como si nos dirigiéramos a la playa, al mar, pero a varios kilómetros de distancia de nuestras casas. Era un camino de tierra, amplio, por el que fácilmente pasaban dos autos. A la derecha teníamos una acequia de unos tres metros de espesor y más allá de ella las plantaciones de caña. A la izquierda habían algunas chacras y de cuando en cuando aparecían algunos ranchos. Yo reconocí de inmediato el entorno. Había estado allí hacia poco más de un mes con mi padre, en nuestro auto, buscando un lugar en donde almorzar. Cómo se le ocurriría a mi padre buscar que almorzar en un lugar tan agreste y olvidado del mundo, no lo sé, pero así era él. Aquella vez, en algún punto del camino una manada de perros chuscos y feroces había acompañado nuestro paso, yo los vi y las ganas de bajar del auto no vinieron conmigo. Esa vez almorzamos algunos metros más allá, en un rancho de cuyo nombre nunca me pude acordar. Pero ahora un Sol africano empezaba a menguar y nosotros íbamos por ese camino amplio y desconocido. Los mayores adelante, los menores después, Nerón cerrando la fila. Llevábamos algunas cañas con nosotros; las huaracas que siempre cargábamos por si se presentaba oportunidad de cazar; Alfredo, el mayor de todos, llevaba un cortaúñas del que había alabado sus virtudes escultistas.
Nerón más que un perro era un pata del barrio. Innumerables veces se le había hecho pelear en los jardines de las casas contra otros perros: buldog, bóxer, pastor alemán. Algunas veces salía magullado, pero siempre con la moral intacta. No era presa fácil para nadie y le gustaba corretear a los autos que pasaban por la avenida. Su rival más encarnizado era un bóxer, de color café y músculos densos en todo su cuerpo. El dueño era un niño rico vecino nuestro que alguna vez había dicho, te juego, tu perro contra mi perro. El encuentro había sido veloz y rabioso. El bóxer pretendía morder el cuerpo de Nerón pero éste se escabullía y contraatacaba con sus patas y mostraba sus dientes de modo valiente. Finalmente se dieron un revolcón por todo el jardín y el bóxer se retiro y no quiso entrar más a ese ruedo en esa oportunidad. Nerón lo miraba con su lengua afuera, invitándolo a entrar, y ladraba, pero el otro nada. Así, cada perro que le ponían enfrente, los Cueva aceptaban chocarlos convencidos de que su perro triunfaría.
Esa tarde las nubes llegaron intempestivamente. Algo de viento corrió silbando entre las cañas y el Sol ya no pudo brillar. Nosotros no leímos aquello como señal de que la suerte nos había abandonado. Apenas si nos preguntamos si debíamos regresar, pero ya no cabía caso, era más fácil seguir adelante y alcanzar el asfalto de la carretera Industrial, que retornar por ese camino polvoriento por el que habíamos venido. Yo no pude distinguir nada, sólo sabía que en algún momento llegaríamos a ese rancho maldito. Secretamente esperaba que ya lo hubiéramos dejado atrás. Por eso me calle. Y porque éramos muchos, y hombres, y valientes...Continuará.
De un rancho similar saldría la muerte
martes, 7 de diciembre de 2010
El Mejor Amigo del Hombre - Parte I
Estaba en medio de una acequia de aguas torrentosas que llegaban hasta mi pecho. A unos metros, a mi espalda, unos perros carnívoros se acercaban rápidamente ladrando sin cesar, mientras mostraban sus fauces dentadas como seres salidos de los infiernos, con rostros de terodactilos insaciables. Frente a mí, pero sin hacerme ningún caso, ocho o diez chiquillos miraban la escena con pavor.
Todo había empezado horas antes por nuestro irrefrenable deseo de aventuras. Era la época en que parecía que los once años durarían para siempre y la vida era una empresa variada y fascinante. Más que aventuras nosotros buscábamos descubrir mundos nuevos; pero no al estilo de Cristóbal Colón, que descubrió, más bien tropezó con América, por chiripa; sino porque entonces para nosotros todo era demasiado nuevo y desconocido. Y las indias colombinas no estaban allende los mares, sino frente a nosotros; y no sólo las indias, también gringas, mestizas, blancas, y negros, y cholos, y nosotros que éramos todo eso y más. Pero estaba, seductor, lo desconocido, lo no descubierto, lo que los mapas cognitivos de nuestros padres y abuelos no nos mencionaban nunca.
Sabíamos bien que al oeste teníamos el mar de Buenos Aires y la playa; al este, la ciudad de Trujillo que poco visitábamos; al norte Chan-Chan con su barro y arenas; y al sur, por allí se llegaba al verdadero fin del mundo, pasando antes por un riachuelo de aguas cristalinas donde algunas veces íbamos a cazar, digo bien, cazar peces de colores. Pero ignorábamos qué contenían los espacios intermedios donde cada metro, cada decámetro o parcela o cuadra, contenía lo ignoto, lo prohibido, lo que abría inconmensurables nuestros ojos y demás sentidos.
Nos habíamos reunido los 10 niños de nuestra cuadra que hacíamos con cierta habitualidad la caminata de sabe Dios cuantos kilómetros hasta los cañaverales que estaban muy al frente de nuestras casas, tan lejos que eran invisibles a nuestros ojos y sólo sabíamos que estaban allí, a la altura de ese cerro de cumbre tan plana que nuestra imaginación infantil identificaba como pista de aterrizaje de naves espaciales. Alguna vez iríamos a esperarlos llegar, escondidos, silenciosos, sagaces, pacientes, y de pronto, !ajá, los descubrimos! !Manos arriba marcianos¡. También estaban con nosotros algunos de los mayores, chicos de catorce, quince, dieciséis años, hermanos o primos de nosotros. Y estaba Nerón, ese perro chusco con dignidad de caballero andante que era mascota de los Cueva. Tenía un pelambre amarillo y una mirada de gente que entendía las cosas de la vida. Se alimentaba de camote, huesos, y otros restos comestibles, como todo buen perro que se preciara de serlo.
Hacia el norte los mundos nuevos empezaban siempre en la avenida Larco, de la que partíamos como cosa habitual, sabedores de que a cinco metros de ella podía ocurrir lo inesperado. Pasamos las primeras higuerillas que se levantaban como linea divisoria y cuyos frutos inservibles usábamos como munición de cacería. Pasamos, digo, y caminando por un sendero terroso y duro llegamos a las primeras chacras. Eran unos cultivos de corta estatura que podrían ser tomates, camotes, alfalfa, en fin, plantas. En esas primeras chacras, pero desde las puertas de sus casas, algunos perros al oirnos pasar salían a embullarnos, como si nuestra presencia desatara algún mecanismo automático en sus faringes que los llevara ladrar y ladrar. Sólo los muy osados se acercaban bastante a nosotros. Nos poníamos a distancia caminando por senderos empinados y libres de vegetación, que los mismos propietarios usaban para desplazarse sin dañar sus plantaciones. Algunas veces Nerón se detenía, miraba en dirección de los ladridos y ladraba sereno, empinando un poco el hocico, como si en lenguaje canino exigiera calma o diera alguna excusa a sus congéneres, no sé, algo así como, no fastidien, somos gente de bien. Luego se callaba y seguía caminando interpuesto entre nosotros y los ladridos. Esa fue la tónica, atravesar chacras a la carrera cuando se podía, o usar senderos de tierra, saltar sobre canales de regadío, eludir compuertas de agua. Así llegamos a los cañaverales.
Las cañas pueden ser rojas o rubias. Nosotros las preferíamos rubias porque son más jugosas y más suaves, pero en verdad, sacábamos lo que podíamos tratando de que no nos pescaran los guardianes. Eran señores de a caballo que siempre llevaban unos machetes impiadosos que a mi me parecían cosas de matar hombres cada vez que los veía relucir sobre los caballos. Cuando los guardianes nos descubrían trataban de espantarnos hablando con voz de autoridad. A veces les hacíamos caso, a veces les decíamos ya nos vamos, y dábamos una vuelta para reingresar por el mismo lado; a veces les hacíamos conversación para ganar su confianza y que nos dejarán llevarnos las cañas sin hacerse problemas, después de todo parecía haber millones de millones de ellas. A veces cuando reingresábamos sin su permiso y nos descubrían, nos perseguían con sus caballos como si fuéramos conejos, entonces ingresábamos a los cuarteles de caña a escondernos, y surgíamos después de un rato por otro lado, todo lacerados por los cortes de las hojas, todo ardiéndonos la piel en carne viva, pero sudorosos y felices de estar vivos, lejos de caballos y machetes...Continuará
Suscribirse a:
Entradas (Atom)